viernes, julio 13, 2007

2006 / 03 / 19 / 16:25-18:25 : Pierre Menard, autor del Quijote

16:25

Pierre Menard, autor del Quijote

La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por Madame Henri Bachelier en un catálogo por cierto falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores –si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los auténticos amigos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su memoria... Decididamente una rectificación es inevitable.

Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La barones de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del proncipado de Mónaco (y ahora de Pittsburg, Pennsylvania), después de su reciente oda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado ¡hay! por las vícitmas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado ¨”a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorías, creo, no son suficientes.

He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
a) un soneto simplista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista Le conque (números de marzo y octubre de 1999).
b) una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, “sino objetos ideales creados por una convención y especialmente destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characterística universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars Magna generalis de Ramón Lull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del ajedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.
i) Un examen de leyes métricas esenciales sobre la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint-Simon (Revues des langues romanes, Montpellier, diciembre de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revues das langues romanes, Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción anuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La boussole des précieux.
l) Un prefacio al catáologo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes 1914).
m) La obra Les problemes d´un-problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae, como epígrafe el consejo de Leibniz “Ne craignez point, monsieur, la torue”, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard –recuerdo- declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una trasposición en alejandrinos del Cimetière marin de Paul Valéry (N.R.F., enero de 1928).
p) una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su propia opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad contigua de los dos no corrió peligro).
q) Una “definición” de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso volumen” –la locución es de otro colaborador, Gabriele d´Anunzio- que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del preriodismo y presentar “al mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista amnuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación. [1]

Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de Madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la intermnablemente heroíca, la impar. También ¡Hay de las posibilidades del hombre! la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijot y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota. [2]

Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis –el que lleva el número 2005 en la edción de Dresden- que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebìere o a Don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menarda abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos –decía- para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos co la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarían, al ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.

No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y linea por linea- con las de Miguel de Cervantes.

“Mi propósito es meramente asombros” me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. “El térmno final de una demostración teológica o metafísica –el mundo externo, Dios, la casualidad, las formas universales- no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las tapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas”. En efecto, no queda un solo borrador que atestigue ese trabajo de años.

El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años 1602 y 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, este era el menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo –por consiguiente, menos interesante- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluír el prólogo autobiográfico de la segunda parte del don Quijote. Incluir esa prólogo hubiera sido crear otro personaje –Cervantes- pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) “mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo confesar que la terminó y que leo el Quijote –todo el Quijote- como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI –no ensyado nunca por él- reconocí el estilo de nuestro amigo y coo su voz e esta frase excepcional: las ninfas e los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

Where a malignant and a turbaned turk...

¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda los es en un simbolista de Nîmes, devoto esecialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendro a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto: “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la intrjección de Poe:

Ah, bear in mind this garden was enchanted!

o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras). El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautologá. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevados por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalemente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto “original” y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”

A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay Gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe Segundo ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

No menos asombros es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el XXXVIII de la primera parte, “que trata del curioso discuros que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Es sabido que D. Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y a favor de las armas. Cervantes era un viejo miliar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard –hombre contemporáneo de La trahison des clerc y de Bertrand Russell- reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bancourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja suprrealista de Jacques Reboul.) El Texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)

Es una revelación cotejar el don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):

... la verdad, cuya madres es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como ua indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las claúsulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir- son descaradamente pragmáticas.

También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al fin- adolece de laguna afectación. No así el del precursor, que maneja con deenfado el español corriente de su época.

No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo –cuando no un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aún más notoria. El Quijote –me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es ua ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizás la peor.

Nada tiene de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preesxistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.

He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros –tenues pero no indescifrables- de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, solo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...

“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia, Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor lo que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura. la técnica del anacronismo deliberado y delas atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer La Odisea como si fuera posterior a La Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henr Bachelier. Esa Técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Célina o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

Nìmes, 1939
Bogotá, 2006


[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de San Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.
[2] Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baroes de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?
[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y se letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes, solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.

Jorge Luis Borges
18:25

Pablo Batelli